“Nunca pierden las manos que dan, todavía no lo has entendido. No pierde quien se rompe los nudillos viviendo, pierde quien tiene los huesos intactos de no dejarse tocar.” No recuerdo por qué imprimí esa frase hace seis años ni qué me llevó a colgarla en la clase, pero de lo que sí estoy segura es de que nunca imaginé lo que significaría para mí después de todo este tiempo. Porque si no te entregas, si no te das, las cosas no suceden de la misma manera. Y qué manera.
Nos pasamos la vida persiguiendo más: más logros, más reconocimiento, más éxito. Nos obsesionamos con cumplir expectativas, con alcanzar metas, con ser mejores. Pero cuando algo sacude nuestros esquemas, cuando el suelo tiembla bajo nuestros pies, entendemos que la clave no está en el tener, sino en el ser. Ser en toda nuestra esencia, con la confianza de que sabremos llegar, pero sin olvidar que la mejor parte del viaje es el proceso mismo; ser conscientes de cómo crecemos y cambiamos. Hoy sé que no puedo decir “soy” sin pensar en las personas para quienes soy, porque no sé hacerlo de otro modo. Y ahí entra en juego aquella frase en la pared, porque no es solo una frase ni solo una pared. Es el querer fuerte a gente pequeñita y ver cómo se vuelven gigantes. Es estar en primera fila y ser testigo de las vidas de otros y es aportar lo que tienes para que alguien encuentre su camino.
Esto no quiere decir que sea una actividad fácil, pues en el momento en el que te implicas y pones el corazón, todo cambia. La Eucaristía es el reflejo más profundo de esta entrega. Jesús no solo dio su vida en la cruz, sino que la sigue dando, ofreciéndose como pan partido para alimentar nuestra fe. Porque solo cuando aprendemos a darnos sin reservas, comprendemos el verdadero significado de la vida.
Te expones al mundo y supone riesgos, pero merece la pena, las vistas luego cuando terminas de subir son impresionantes. Dar la vida no siempre implica grandes sacrificios ni gestos heroicos. Desde pequeños nos enseñan a pensar en la entrega como algo extraordinario y en la realidad, esta hazaña, se esconde en el día a día. En el padre que renuncia a su descanso para cuidar de su hijo, el amigo que escucha con paciencia una historia que ya conoce, el maestro que se entrega más allá del aula. Y es que no hay otra manera, no se puede ser sin amar, no se puede vivir sin dar la vida.