Lo mejor que me ha pasado durante el 2020 ha sido lo vivido en el voluntariado en Cáritas. Después del gran confinamiento de la primavera, pensando que habría necesidad en las familias y necesidad de apoyo para atenderlas, cada martes comencé a salir de casa -eso sí, con toda prevención- para ir a la Parroquia cercana y aprender de Loli, una veterana en estos menesteres, a acoger y escuchar.
Allí he conocido personas muy fuertes, capaces de hacer frente a toda clase de dificultades y sobreponerse, incluso a la depresión, por sus familias. Y es que hay motivos para la depresión cuando, a todas las dificultades a las que tienen que enfrentarse quienes deciden dejar su tierra y aventurarlo todo por una vida mejor, se suma esta pandemia que no ha azotado -ni mucho menos- a todos por igual.
Me lo han contado ellos. Habían llegado hace años y ya estaban, por así decirlo, en las últimas fases de su difícil llegada. Después de tanto esfuerzo y tantas aventuras (encontrar trabajo, “papeles” en marcha, hijos escolarizados, un hogar que ¡por fin! podían pagar…) y todo truncado. Vuelta a empezar: pérdida de empleo, ventanillas cerradas, los hijos en casa y con nuevas necesidades para poder seguir las clases, un alquiler que ya no podían pagar, una deuda que aumentaba… y gracias si no habían cogido el virus, si la enfermedad se desarrollaba de modo asintomático o si no llegaban duras noticias de allí, de donde salieron dejando a tantas personas queridas y donde, además de la pandemia, quizá también azota la violencia y otras miserias.
¿De dónde sacar fuerzas para un nuevo intento? Después del esfuerzo titánico por vencer tantos obstáculos, después de haber comenzado a relajarse, se encuentran de nuevo en la casilla de salida.
Otros aún están peor y, después de tanta noticia sobre el COVID19, nunca se nos ha contado nada sobre quienes ni siquiera se considera que están en este país aunque viven junto a nosotros y son nuestros vecinos. Me ha estremecido el desamparo y la invisibilidad en la que viven, muchos de ellos en nuestro barrio de Entrevías. Acababan de llegar en los meses previos, incluso el mismo marzo de 2020, animados por las buenas perspectivas que por entonces parecían asomar.
Ellos, sencillamente, no existen. No aparecen en las estadísticas, las cifras del paro o entre los sectores más castigados de la economía y de la sociedad. No les dio tiempo a comenzar a hacerse un sitio, a tejer relaciones… y se vieron atrapados. Para ellos no hay medidas, para ellos no existe el ingreso mínimo vital o cualquier otra ayuda diseñada por nuestros gobernantes para paliar el daño económico y social que esta pandemia está provocando. Nadie nos ha contado cómo han tenido que vivir hacinadas familias enteras en la habitación de un piso compartido con otras familias, sintiendo cómo el paso del tiempo aumentaba la deuda del alquiler que debían a alguien que tampoco contaba con muchos más medios. Preguntándose qué querría decir eso de la “distancia social”, con miedo a salir a buscarse la vida en una calle llena de controles policiales ¿qué iban a contestar o justificar?
Son estas las personas invisibles, que sin ruido y tan valientemente soportan las dificultades y las inclemencias, quienes me están enseñando lo que es no desesperar, no dejar de buscar, no dejar de luchar. Son para mí los nombres, rostros e historias de esta pandemia. Son la lección que he aprendido y las relaciones que me han enriquecido. Con ellos nadie cuenta, pero estoy segura de que son un regalo para todos nosotros, para esta sociedad. Su fortaleza, su fe y su capacidad para afrontar dificultades van a aportar mucho ¡muchísimo! a la recuperación de esta crisis. Estoy segura de ello y siento un privilegio conocerlos y llevarlos en el corazón.
Teresa Ruiz, aci