Una de las residentes del Colegio Mayor Santa María (Granada) nos relata su experiencia en un trimestre difícil pero cargado de aprendizajes.
Por fin septiembre, por fin el mes que todas estábamos esperando. Tras seis meses sin poder estar en nuestra Granada, en nuestro cole, en nuestro hogar, parece que ya podíamos retomar esa vida que tanto hemos echado de menos. Vida de clases en nuestra facultad, de charlas en el comedor del cole, de horas de estudio compartidas en la biblio, de fiestas, tardeos y tapeos, de paseos por la Alhambra, de comidas en los bares, de cafés improvisados, de pelis en la salita de la tele, de tomar el sol en la terraza…es decir, nuestra vida en el Colegio Mayor Santa María. Sin embargo, al llegar allí todas nos dimos un duro golpe de realidad. Esa vida descrita anteriormente, esa rutina que nosotras disfrutábamos sin ser conscientes de dicha suerte, el cole que hasta ahora conocíamos, todo eso, no estaba tal y como lo habíamos dejado. Reencuentros sin abrazos, saludos sin besos, conocer a nuevas niñas sin poderles ver bien la sonrisa inocente de sus primeros días como colegialas, comidas en el comedor sólo con dos compañeras más sentadas a la mesa, que luego pasó a ser sólo una, salita del tercero con aforo reducido, reuniones en las habitaciones tan solo de tres personas… Todo, absolutamente todo (o eso creía yo) había cambiado. Pronto llega al cole la maldita covid-19 que tanto habíamos escuchado meses atrás, siendo la primera vez que la vi tan cercana a mí. En ese momento me di cuenta de este virus nos afecta a todos y cada uno de nosotros. Pocas semanas después, y a pesar de las buenas y profesionales medidas contra la covid-19 impuestas por el cole, el virus se extiende por las colegialas e incluso por el personal que trabaja aquí. El miedo y la incertidumbre siembra los pasillos de todas las plantas. ¿Nos volveremos a ir a nuestras ciudades como en marzo? ¿Si mi amiga tiene síntomas estaré yo también contagiada? ¿Me podrán proporcionar una PCR a tiempo? ¿Tendría que confinarme? Eran algunas de las preguntas que más rondaban por nuestras cabezas. Como muchas de mis compañeras, tuve que confinarme en mi habitación durante 10 días, y al comienzo no fue para nada fácil. Muchas dudas sin resolver, muchas inseguridades y miedos. Sin embargo, para mi sorpresa, esos días no fueron tan malos como yo imaginaba. El apoyo de mis amigas, las chuches que dejaban en mi puerta para endulzar esos momentos, la seguridad que me trasmitía el colegio, y el saber que Chus siempre iba a estar ahí para lo que fuese necesario, hizo que mis días de confinamiento fueran incluso amenos y agradables. Por fin el virus decide dar tregua al cole, y en estos últimos dos meses nos ha dejado un poquito más tranquilas, sin bajar la guardia en cuanto a responsabilidad y medidas de seguridad, por si se le antojaba volver.
Muchos estaréis pensando que qué mala suerte haber pasado por esto en uno de mis años universitarios, o qué no era el mejor momento para residir en un colegio mayor, o que en un piso u otro lugar todo hubiera sido más sencillo. Siento deciros que estáis muy equivocados. Este virus me ha regalado una lección de vida que nunca voy a olvidar. Porque el colegio no es la fiesta de clausura, ni de apertura, ni el tapeo. El cole no son mesas llenas en el comedor o en los seminarios. Es mucho más que todo eso. Es seguridad, refugio, amor en los momentos donde todo parece ir cuesta abajo y sin frenos, es luz en días de agobio e incertidumbre. El Colegio Mayor Santa María son todas y cada una de las personas que formamos parte de él, a las que puedo llamar familia, y que me han hecho sentir a salvo, cuidándome y arropándome en este año tan duro para todos. Año en el que el hemos aprendido a abrazar con el corazón. Cómo bien dicen las autoridades y expertos sanitarios, ante la covid-19, lo mejor que podemos hacer es quedarnos en casa. Y mi casa, sin duda, es el Santa María.
Belén Cañabate