Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre; y María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el albergue.
En esa región acampaban unos pastores, que vigilaban por turno sus rebaños durante la noche. De pronto, se les apareció el Ángel del Señor y la gloria del Señor los envolvió con su luz. Ellos sintieron un gran temor, pero el Ángel les dijo: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor. Y esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre.» Y junto con el Ángel, apareció de pronto una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo:
«¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!»
Una Salvación “envuelta en pañales y recostada en un pesebre”. Esta es nuestra fe, y esto es lo que celebramos hoy. Leer el misterio del nacimiento una y otra vez, me lleva siempre a la verdad de lo pequeño, de lo escondido, de lo frágil, de lo de abajo, de los últimos… de lo más humano.
Y no basta con saber esto, se hace necesario contemplar una y otra vez ese misterio para dejarnos sorprender y que también Él nos trabaje por dentro. Aunque sabemos que nuestro Dios y Señor se hizo niño, frágil, débil, pequeño; y que actuó la salvación desde abajo, en la mentalidad de nuestro mundo nos es difícil vivenciarlo. Estamos hechos de jerarquías, poderes, verticalidades… donde nos sería más fácil entender una salvación de un Dios todopoderoso y desde arriba. ¡Y cuál es nuestra sorpresa! Que Dios nos salva desde un niño y un pesebre. También una Cruz.
En Él agradecemos el don de todas esas cosas pequeñas y sencillas, que muchas veces hemos dado por hecho y hoy, en medio de esta crisis, descubrimos y valoramos como algo único. Un beso, una sonrisa, una caricia, una mirada… unas manos agarradas cuando hay que despedirse, una familia que se encuentra, sin reparo, fundiéndose en un abrazo; unos amigos que comparten un mismo “vino” y un mismo “pan”, celebraciones de vida juntos, compartiendo mesa sin miedo…
En Él todos los pequeños, frágiles, débiles, pobres de la tierra y Él en todos ellos: “tuve hambre y me disteis de comer, estaba desnudo y me vestisteis, sólo y vinisteis a verme…”.
¡El mismo Dios, se hace niño! Es un abrazo eterno entre lo humano y lo Divino.
Un abrazo de salvación, de ternura, de acogida, de sanación… un abrazo de esos que tanto añoramos en esta realidad que nos toca vivir hoy, un abrazo que sobrepasa pandemias, que no tiene límites “porque el Amor de Dios todo lo vence” (Santa Rafaela Mª).
El nacimiento es un abrazo que repara lo más profundo del ser humano, dónde todo tiene un sentido, donde alcanzar la verdad y el amor.
Nada más sanador que un abrazo sincero. El nacimiento es ese abrazo eterno de Dios con la humanidad. Hoy que estamos deseosos de abrazos, cuando sentimos el frio y la distancia, cuando se palpa la fragilidad tan cercana… Dios se nos da como Niño en un abrazo.
¡No tengamos miedo a acogerlo! ¡En Él ha aparecido la bondad y el amor!
¿Y quiénes fueron los primeros testigos de tal noticia? ¡Los pastores! A ellos se les anuncia esta gran noticia. Hagámonos como los pastores y acerquémonos para verle.
Te invitamos a escuchar esta canción.